viernes, 23 de marzo de 2018

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Por el rutinario paseo de los eucaliptos, esa mirada de vaca sorprendió al polaco Gombrowicz en el blanco de los ojos. De pronto descubrió el fondo de su sombra y justo ahí, el más allá y el límite ante la pregunta boba sobre el sentido.
Claro que a él no lo perturbó, porque era un conde y aun más mentiroso; pero igual no quiso aceptar la advertencia, ni siquiera al darle la espalda y perder el rumbo junto al camino de las burlas obvias del exilio. Total, así era su vida, ¿no?
Y después vivió con esa tristeza, inventó palabras para acomodarse a otra lengua y ocultar los piolines de sus pocas perversiones frente al espejo de cada mañana.
Así, durante muchos años, disfrazó con la soberbia y el egolatrismo la íntima miseria del mero estar. Hasta que un día, bueno o malo, sin eucaliptos, murió lejos, en París. A lo mejor su último deseo fue entender la esperanza como aquella vaca.

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