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Entre los borradores del alma se suelen olvidar las sensaciones de las tardecitas de lluvia. Por ejemplo, esas gotitas insistentes en la ventanilla del colectivo al volver del trabajo, junto a tantos otros solitarios, ajenos y próximos; mientras del otro lado, en cámara lenta, el viento sacude a los carteles y los toldos y desmelena la fronda de los árboles. Pero a nadie le importa, o solo por un rato, y cuando cesa la lluvia otra vez el vacío del mero estar vuelve a meterse en los cuerpos. Y después, al bajar, todos esquivan los charquitos de las veredas, cruzan las calles como si no hubiera pasado nada y secos - completamente secos, resignados- abren la puerta de la casa. Siempre se suele olvidar que allí tampoco hay amparo para la lluvia de verdad.
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