Ha sido un un enorme placer este diálogo, pero ya es hora de despedirnos hundidos en la risa blanca de los sueños.
FIN
DESPEDIDA
Muy temprano arreglé, nervioso, algunas arrugas de la manta y con rapidez junté mis cosas: la ropa, los libros, el cepillo de dientes, las zapatillas...¿Todo listo? El perro solitario me miró, pero no hizo ningún gesto. En el pasillo tuve la sensación que la situación era irreal, y trataba de evitar la mirada de los internos. La enfermera me abrió la puerta sin dirigirme la palabra. A un costado, esperando el cigarro de la mañana, vi a muchos de los internos. No pude detenerme, sentía miedo. Crucé el patio sin despedirme de nadie -¿quién se iba?-, solo me detuve unos minutos y cerré los ojos bajo el gran árbol, Una vez más el cielo empezaba a brillar con el mismo y aburrido sol. Recién entonces confirmé que, aunque apurara el paso, era inútil, por más que me esperaba eso que llaman libertad el Pabellón 127 ya era el eco de mis latidos, para siempre.
FIN
CONSULTORIO
Me preguntó si deseaba irme del pabellón
y no pude responder.
Si ya me sentía un poco más aliviado,
tampoco contesté.
Después hablamos de algunas tonterías,
supuestamente meras palabras.
Creo que al fin apareció el desamparo,
un silencio compartido.
Sin aviso se levantó decidida de su sillón,
camino hacía la ventana.
Me señaló a un perro solitario en la vereda:
si creía en él, debía partir.
INTERIOR DE LOS INTERNOS
Perdidos en la geografía del cuerpo,
y todavía más allá del mundo,
siempre los límites de la razón;
como esa única pureza brutal
en la única soledad del solo,
sin otra esperanza que la espera.
Entre los ángeles y los demonios
que dan vueltas y vueltas
para abrir cada vez las heridas;
entre las ruinas de las palabras
al juntarse las babas,
una flor que también es el Rayo.
Justo en el borde del cómo sentir
la armonía perfecta del caos:
sus furias los convierte en piadosos.
EL POZO NEGRO
Todos los internos sienten terror ante el Pozo Negro;
si te llevan, te ganó el diablo.
Un semana desapareció el Pelícano,
nadie vio su cuerpo flaco
ni los pelos desgreñados y filosos.
En el pabellón circulaba el chisme:
al regresar el domingo,
algo borracho, golpeó a uno de los médicos.
Es que el Pelícano es así,
tan dócil y comprensivo
como inesperadamente salvaje, vuela.
Pero de pronto apareció su mirada ya vacía,
ya no quería recorrer el cielo
ni embucharse panchos.
Andaba encerrado en su propio muro.
Ahora parece un poco más tranquilo,
aunque apenas se mueve su largo cogote rojo;
el Pozo Negro ni siquiera te deja las plumas, te borra el alma.
PREGUNTAS DE LOS INTERNOS
Ponele que se confunden la luna y el sol,
¿cómo sería la luz en el patio?
¿Por qué las vacas no se comen a los humanos?
¿También las enfermeras se tiran pedos?
¿Los fantasmas tienen miedo? ¿Y nosotros?
¿Las flores pueden oler su perfume?
¿Si mirás mucho al muro, ves tu otra cara?
¿Habrá algún pájaro enfermo de la cabeza?
¿De qué plantas vienen tantas pastillas?
¿Toda la mierda se va por los caños?
¿Los doctores juegan con sus mocos?
¿El que se ríe del cielo merece estar castigado?
Cuando la salida sea la muerte,
¿vamos a ir al paraíso, al infierno o a otro pabellón?
VISITA SECRETA
A veces, en las noches se escuchan pasos que recorren el pasillo, pies desnudos que arrastran a la miseria, insoportables, un dolor sin tiempo tan pesado como el infierno. Es extraño, las enfermeras no registran esa presencia. Para evitar consecuencias, admití que seguramente era producto de mi imaginación, o tal vez la expresión de mis sueños. Pero una noche me animé, al advertir que los pasos se alejaban de mi puerta me levanté. Apenas asomé la cabeza y observé con atención vi una figura delgada y deforme y sin órganos ni huesos dentro de su cuerpo, una rara especie de espuma de fuego. Al darse vuelta no tuve dudas, ese ser -o no ser- era Antonin Artaud. Creo que antes de desaparecer me sonrió, como si me conociera desde siempre: y yo corrí temblando a meterme otra vez en la cama. Sin embargo, desde entonces duermo tranquilo, ya nunca volví a escuchar los pasos que recorrían mis peores pesadillas. Creo que se liberaron mis sueños.
VERDAD DE LA LENGUA
Hoy, inevitablemente, me tocó a mí.
Bruce se acercó, tímido,
me miró unos segundos
y formuló su única pregunta:
¿sabés hablar inglés?
Como ya conocía el caso,
le respondí con seriedad: yes.
Durante más de media hora
Bruce no paró de hablar,
no sé en qué idioma.
Al despedirme me dio su mano,
y todos miraban y sonreían;
pero yo quedé atrapado,
sus sonidos no me abandonan,
jamás había escuchado una lengua de verdad.
PATRIOTA FUSILADO
Nunca se saca esa vieja camiseta de Argentina,
sucia, agujereada, apestosa.
No tiene edad en la mirada ausente,
a veces, parece un niño;
a veces, el anciano de la tribu.
Nadie conoce su verdadera historia,
tampoco su verdadero nombre.
Algunas mañanas trepa a una de las mesas
para cantar, a los gritos, el himno,
por eso lo llaman el Patriota.
Vive encerrado en el Pabellón,
dicen que su mascota es una rata,
que asesino a un psicólogo,
que violó a su hija,
que caga en los pasillos,
que quiso arrancarse varias veces los ojos.
Una vez traté de hablar con él,
me senté a su lado, sentí su respiración,
y vi que sus manos se transformaban en puños
y antes de irse me dijo que a él ya lo habían fusilado.
TORCACITAS
A sus pies, otra vez, vienen las dos torcacitas,
siempre cerca de las cinco,
cinco y media.
El Chaqueño cree que están casadas,
nunca se pelean,
me susurró.
Él busca con cuidado en los bolsillos
miguitas de pan,
las del almuerzo.
Y ellas picotean, nerviosas y contentas,
casi en libertad,
no les importa que las alimente un suicida idiota.
VOCES
Don Lorenzo había escrito, por lo menos, mil poemas; una pena, los perdió a todos. Mejor dicho, se los quemó su familia. Ahora solo le quedaban algunos dientes y cada vez que contaba un chiste los mostraba para reírse con más fuerza. Podía conversar sobre Sócrates, Sartre, kierkegaard y su admirado Macedonio; también había leído a Freud, aunque prefería a Jung. Internado desde los dieciocho, ya pasaba los setenta y acostumbraba a tomar el mate frío. Desde chico -igual que su padre- Don Lorenzo escuchaba voces. No lo podía explicar, era así, era horrible. Así que yo solo lo escucho, me dejo llevar por el desvarío erudito de sus palabras a la sombra del árbol mayor sin hacer ningún comentario. A veces tengo miedo de confundirme con una de esas presencias que irrumpen en su silencio, otro fantasma.
NYLON
Todo está rigurosamente controlado al ingresar
más aun en el caso de los internados.
No importa su nombre,
su conducta, su antigüedad.
Al entrar se revisa, siempre,
hasta la última prenda,
maquinas de afeitar, medias,
zapatillas, gorritas,
los dobladillos de los jeans;
pero ¿una bolsita de nylon?
Algunos minutos, apretada en la cabeza, lo liberó a Raúl.
MITOS DE LOS INTERNOS
Ya han pasado unos largos meses y sigo sin conocer a los mitos de los internos. Cada relato, roto, desviado, casi sin trama, solo es una continuidad mágica de ruidos sin origen. La aparente festividad de los rituales elude, siempre, el núcleo de las convenciones, como si se anulara la distinción entre el discurso y la realidad. Las tradiciones de los internos arrastran los cuerpos hacia dimensiones inesperadas; a veces, dolorosas, otras, delirantes claro que mis observaciones no tienen la rigurosidad de los estudiosos. Quizás debo estar más atento, escuchar los silencios, las muecas sin destinatario, las maneras de caminar en círculo, su manera de tomar mate, reír...y acaso yo mismo participe de esos mitos del simple estar- Uf, qué lío. Por suerte llego Juan Gabriel, más importante que Levi Strauss: nadie sabe cómo pasa los cigarrillos por el control.
LA BENDICIÓN DE LOS PÁJAROS
Cada interno tiene a su propio pajarito,
algunos grises,
otros coloridos o tuertos,
y cantan para las frías sombras.
Ellos, atentos, los cuidan desde los árboles,
comen migan juntos,
a veces conversan,
y miran hacia el cielo.
Debe ser una manera de sentir la libertad,
entre las ramas,
arriba, casi invisibles,
y dan saltos, buscan la luz.
Y cuando tiene que hacer sus necesidades,
no se preocupan,
sin ningún aviso,
los cagan en la cabeza.
Así los internos reciben la bendición de la locura.
JACOBO FIJMAN
Durante estos días demasiado largos,
siempre pienso en vos.
Aunque ya se borró tu cara,
tu mirada es real,
atrapa mis alucinaciones,
la sed de invierno.
Después viene la espera,
esa lejanía,
las tinieblas de tu canto,
su dulce maldición.
Sentado en el rincón sin alma,
¿perdido?,
solo y sin nombre
a veces creo en el sol,
entonces volás como un ángel,
hasta que llega algún verso
para compartir con la luz:
ya saldremos de esta mañana negra.
CABEZA AMABLE
Aunque nos vimos muchas veces dando vueltas, nunca nos habíamos hablado y de golpe me dijo su nombre: Beto. Le interesaba la novela que estaba leyendo, sentado a la sombra; él, me dijo y señaló el libro, no podía concentrarse en la lectura. Me sorprendió su voz, demasiado su suave, como si no le perteneciera a ese rostro filoso, con una de pelo desprolijo. Lo invité a sentarse, dudó pero finalmente acepto, nervioso. Después de un largo silencio se animo a hablar. Me contó que algo le habían hecho en la cabeza cuando era un niño. Detrás de su oreja izquierda aun quedaban marcas de la operación. Varias, dijo Me aturden, dijo. Había pasado por muchos institutos, ahora quería quedarse en éste. De golpe se levantó y se fue. Ahora, cada vez que nos cruzamos, me saluda con un movimiento marcado por su pasado. Sin dudas, es la cabeza más amable de todos los internos.
EL REY
Me dijo que él se llamaba David,
por el libro sagrado
y aclaró: La Biblia.
Me dijo que su madre,
apenas verlo,
decidió su nombre.
Me dijo que vivió encerrado,
nunca salió de su casa,
el afuera era impuro.
Me dijo que todas las noches
leía pasajes de su vida,
y después soñaba.
Me dijo que tenía 53 años,
aunque en verdad,
eso no era importante.
Me dijo que él era un Rey,
que mató a su madre:
era su deber.
Me dijo que no revelara su secreto,
que muy pronto
no existiría el pecado.
Después me bendijo y volvió a su trono.
LOCURA CUNEIFORME
El Sumerio suele mantenerse alejado de los demás internos, quizás les teme...o rechaza. Aunque me cuesta creer que de esa manera protege su propia dimensión y el origen ancestral de su sabiduría. ¡Qué saben los psiquiatras! Cuando, después de varios fracasos, logré acercarme a él, simplemente nos miramos. Así fue. me presente y le pregunté su nombre. Él no respondió -solo habla lo indispensable- y con una ramita trazó algunas líneas en la tierra. A pesar de la sorpresa, asentí sin pensar con un movimiento de cabeza y para continuar el diálogo me acerqué a examinar su obra. Creo que al mismo tiempo recordé mis años en la escuela secundaria , la famosa escritura cuneiforme y sin darme cuenta cuenta murmuré su apodo. Y él asintió. Lo curioso es que su origen, me revelaron después, es González Catán. Pero desde ese momento -no me explico el por qué-, si me cansa la lectura de algún libro vuelvo a buscar su silenciosa compañía. Y siempre con una ramita responde mis preguntas. Lástima que aun no logro descifrar ninguna de sus respuestas. Pero estoy seguro que mi ignorancia solo es una interpretación de sus verdades que por imposibles solo aparecen un instante en la tierra.
MIEDO
Varias veces me han venido a visitar,
no sé quién
o quiénes,
y siempre los domingos,
cuando el árbol
-su inmensa fronda-
abre su luz en su sombra.
Bajo ese amparo
¿por qué romper su hechizo?
Además, lo siento,
mi cuerpo enfermo
solo admite el vacío.
Pero siempre alguien se acerca,
no ve mis temblores,
me pregunta si estoy bien.
Yo trato de sonreír,
aunque por dentro caiga en el llanto
MISERIA DE LO SAGRADO
Demasiado lejos de las leyes humanas, los internos son apenas reales; y aunque quiere comprender, tocar sus sombras, no logro escapar de mis propios engaños. Ellos carecen de templos, sus plegarias deliran hasta trastornar el silencio, ni recuerdan a las liturgias. Ni siquiera, lo sospecho, les importa su patio, con su sol, su luna; solo son la escasa miseria del mero estar. Tampoco hacen caso a sus dudas, menos aun a las redenciones que se cuelgan de los cuellos cobardes: los internos son los dueños de un pabellón sagrado.
RABIAS
A cualquier hora, por cualquier motivo,
los gritos del tano Nicola,
y la sonrisa inocente de los internos.
En general, insulta su Consulado,
al intendente de Morón,
a toda su familia.
Son apenas unos minutos,
después se calla
y busca alejarse de todos.
Nadie sabe cuándo llegó al país
no aprende castellano
ni tampoco habla su lengua.
A veces, para completar el show
pide que lo aten
en un rincón sin luz.
Pero nadie, ni las enfermeras,
que no lo soportan,
oyen sus ruegos.
Yo no me animo a conversar con él,
quizás tanta rabía
también me haría gritar.
Pero hace poco lo descubrí arrodillado,
lloraba como un niño
y le rezaba ansioso a su Santa Madona.
LA SERPIENTE DEL HUMO
Cuando logro dormir en el patio, desde el gran árbol -el más frondoso- desciende entre las sombras una forma luminosa que, al llegar a la tierra, se convierte en una serpiente casi invisible. Antes de moverse gira su cabeza en todas las direcciones; aunque a la distancia se advierte que carece de ojos. Luego, lentamente, comienza a arrastrarse entre los internos, los acaricia, los rodea llena de bondad, hasta llegar a mi lugar, Imposible apartarla, ya está cerca de mi cuello y sube...De pronto siento que me aprieta el pecho y apenas puedo respirar. Finalmente me besa, fatal, y desaparece; al volver en sí siento que es el humo que escapa de mi boca, siempre el vicio.
NOMBRES DEL DESIERTO
Hoy quisiera conversar con otro interno, más lejano.
Uno que se llamaba Pessoa
(aunque le gustaba usar otros nombres)
Un rato nomás,
andar entre el airecito,
cerca de los pájaros.
Apenas algunas palabras sueltas
-no importa el sentido-
mirar el cielo, tan cerca,
y esa nube
cada vez más parecida a nada.
Charlar de cualquier cosa,
lo que sea,
porque sí,
y compartir un cigarrillo
juntos, y al menos
mirar las últimas flores,
quizás en un rincón desprolijo de yuyos.
Hoy ya es el otoño,
aunque ambos estemos lejos de este mundo,
en el desierto, con muchos nombres, todos verdaderos
EL MUNDO REAL
A ninguno de los internos les importa la plusvalía
y menos aun, las leyes del mercado.
El imperialismo es celuloide,
un tropiezo gracioso y sin sentido.
A ellos le interesan los crímenes pasionales,
los milagros en islas fantásticas;
pero tampoco les provocan asombro:
todos prefieren los bizcochitos de grasa.
Y por supuesto, tienen razón,
las morales del afuera no deja tomar mate tranquilo.
EL OSO HORMIGUERO
Allá, sentado en el banco más apartado, como siempre. Algo parecido a una media en la cabeza, un sobretodo -a pesar del calor- desgarrado, sucio, inmóvil: solo es una mirada. Al acercarme descubrí el secreto, una tontería; observababa a una hormiga que recorría lentamente un sendero con un pedacito de hoja en su espalda, y seguro que regresaba a su hormiguero por los bordes del banco. Antes de acompañarlo, crei oportuno averiguar su riguroso interés; pero mis conjeturas se desvanecieron en un instante, apenas un gesto que, recordé, ya había visto otras veces a la distancia: el levanto su mano y la aplastó. luego, murmuró algo ininteligible, y con la otra mano la recogió y la llevó a su boca. Recién entonces él me vio, no me prestó la menor atención y nuevamente empezó a mirar los yuyos, el suelo, la pared. A los demás internos les causa gracia, ellos me dijeron que lo llaman el Oso Hormiguero.
EL ENGAÑO DEL ANTICRISTO
Acá, la incontenible voluntad de poderío
ya es tan tupida como tu bigote.
Antes de irnos a dormir
la enfermera reparte las pastillas.
Ni noticias de Zarathustra
y tus furiosos martillazos son un chiste.
Así de simple es la rutina,
pequeñas dosis de latidos sin cuerpos.
Claro que no es un reproche,
vos lo viviste cuando le abandonó Diónisos.
PAÑALES NOCTURNOS
Todas las madrugadas se repite siempre la misma escena:
a las cuatro, cuatro y cinco,
las enfermeras me despiertan
para atender a mi compañero de cuarto.
Hay que desatarlo de la cama,
darle una pastilla y cambiar sus pañales;
no es una tarea sencilla,
se requieren tres o cuatro enfermeras.
Luego, tratar de lavarlo
y volver a atarlo con las correas;
después apagan la luz.
Nunca quise hablar con él,
tampoco sé su nombre.
Además de anciano, puro huesos,
su rostro parece descartar cualquier esperanza.
En verdad, intento evitarlo,
no deseo compartir la noche con la muerte.
Cada madrugada oigo sus quejas
pero se duerme rápido y yo tiemblo en la oscuridad.
¿IMPERATIVO CATEGÓRICO?
Desde que se despierta hasta la hora del desayuno, él siempre cumple con su tarea: paciente y cuidadoso, aparta las hojas que se cayeron en el camino que lleva al comedor con una escoba viejísima, casi inútil. Todos los días durante más o menos media hora. No sé ni siquiera su nombre, le dicen al Ángel Barrendero. Durante mucho tiempo traté de entenderlo, al fin alguien me dijo la verdad: si alguien pisa una hoja no sostener el llanto y golpear sin piedad al culpable.
SIESTA
Al terminar el almuerzo, después de las medicaciones,
todos al pabellón a dormir la siesta.
Los pasillos parecen fríos,
las paredes ciegas,
el andar de las enfermeras,
los médicos apurados;
apenas unas voces despiertas
que esperan el horario de los cigarrillos
y volver otra vez al patio.
Son varias las horas sin duración,
un minutero sádico.
A veces solo quiero gritar,
ese estruendo mundo de Cesar Vallejo,
pero estoy sentado en la sombra,
mis ojos trepan las rejas y suben hasta el consuelo del cielo.
PATOLOGÍAS PERFECTAS
A pesar de todas las patologías el orden es casi perfecto;
siempre están relajados y dóciles.
Al menos la gran mayoría
solo cuida que no estalle su burbuja;
hay que evitar los castigos,
la leyenda temible del P.ozo Negro.
A veces el patio es una extensión de la luna,
salvo por las arboledas.
Y el andar de los internos se mantiene en el aire,
aun inmóviles logran moverse,
y cuando algunos se descontrolan
todos comienzan a gritar.
la excepción es Toto que, siempre, se golpea la cabeza contra el muro.
CALOR DE DIOS
Cuando a las seis nos largan al patio
todavía no asoma el sol.
Las zapatillas muertas de frío
y las manos como cubitos.
El loro Pedro grita, insulta,
pero en verdad se ríe...
Él nunca está enojado.
Solo que así entra en calor
y eso no da resultado,
putea al Padre Celestial
mientras besa exaltado a su crucifico.
EL TIEMPO DE LOS INTERNOS
No puedo recordar cuando empecé a dar vueltas con los otros.
Una, dos, tres...cientos.
El sendero alrededor del patio
solo era andar sin salida,
tan cerrado como un puño infinito;
después ya no me podía detener,
salvo que chocara, apresurado, con otro interno.
Creo que sí descubrí la verdadera forma del tiempo,
el real, el de los seres humanos:
sin posibilidad de poder escapar,
la trampa de un encierro invisible,
falsos instantes que burlan las respuestas
y desde entonces ya no me preocupa la hora, el día, el año, la eternidad.
PROHIBICIONES
Sin los cigarrillos cada minuto es peor que la eternidad
-solo cuatro por día-
y no sirve comerse las uñas ni los dedos,
ninguna enfermera escucha las súplicas.
Ni siquiera detienen su andar,
la cara es un rotundo y cruel ¡no!
Así que solo queda esperar,
que pasen las horas y mirar el piso,
y buscar la manera de engañar al vicio,
olvidar -inútilmente- el oro de la nicotina;
pero no sirve, en mi fracaso solo imagino una máquina de humo
RECONOCIMIENTO
Todas las mesas del comedor estaban ocupadas.
Cada interno tenía su lugar,
hasta las sillas vacías.
también esperaban sus ocupantes.
Me senté en el piso,
en uno de los rincones
Luego vino una de las mozas
y resolvió mi situación.
Pero no hubo protestas,
solo era una de las tantas costumbres.
Me sorprendió la cortesía:
eran mudos y agradables
Sus preguntas eran respetuosas
pero ya no recuerdo de que hablamos.
Todos esperan el flan
y yo ya no era una desconocido
Flan, flan, repetían
El más antiguo, Don Agustín,
me regalo un poco de pan
y aunque no tenía apetito
lo saboreo con ganas
Empezó un murmullo
y unos festejos para el flan,
acompañé el entusiasmo, ya me sentía uno de ellos..
EL PABELLÓN
Cuando la enfermera y el médico completaron los trámites se abrió la puerta del Instituto, y no pude evitar el encuentro brutal de la mirada vacía y lejana de los internos. Durante algunos segundos dejaron sus tareas para examinarme, un silencio pesado, también amenazante. Pero solo duró apenas un instante, rápidos, con la enfermera cruzamos un patio rectangular enorme, muy cuidado, con plantas, árboles - uno muy frondoso en el centro-, sin intercambiar miradas ni palabras con nadie. Había que llegar hasta el fondo, donde terminaba el sol y comenzaba la sombra. La enfermera sacó un manojo de llaves y abrió un puerta de hierro y vidrio, con rejas muy gruesas. Al entrar en el pabellón no se me ocurrió pensar en el infierno del Dante, solo vi la mano muda de la enfermera que me indicaba al fondo una pieza, la última. Al ingresar me hallé ante tres camas, dos mesas de luz, un armario maltratado, y me dijo que dejara mi bolso allí. ¿No había una ventana? No presté atención al gruñido obvio de su respuesta, desde el patio llegó un extraño aullido y entonces la enfermera encendió la luz: "apúrese, tiene que salir al patio".
TRAMITES
Creo que antes de desnudarme intenté una broma
que nadie entendió
mientras rubricaban mis calzoncillos.
Que venía de otra órbita espacial
-mi verdadero domicilio-
alejado miles de años, perdido
y un jinete me trajo a este planeta.
Pero al llegar a mi puerta
su potro relincho, furioso,
y desapareció para siempre
Por suerte, en el bolso
aun tenía el carnet de la obra social
-y del planeta tierra-
pero todo era una gran excusa
(ninguno lo descubrió)
Después firme varios papeles
y uno de los médicos,
acaso un marciano,
luego de sonreír
sin ganas, indiferente,
como una simple costumbre
me dijo que ya me sentiría mejor y vino la enfermera.
PABELLÓN 127
LA BIENVENIDA
Ya vencido y vacío el bolso,
las remeras,
un camperón deportivo,
mi buzo azul,
los pantalones,
la jogineta,
los calzoncillos,
las medias,
las toallas,
el champú,
unas bermudas,
el talco,
las zapatillas.
Todo ahí, rubricado
-con una fibra verde-
con mi nombre
y el número 127
en la mesa aséptica.
Desde ahora
apenas un cuerpo,
nada es fundamental:
un yo en la ropa
que no soy yo,
un otro, otro cualquiera
LA RESISTENCIA
El insomnio en cada rincón de la casa
la oscuridad sin sorpresas
el gesto mudo de las paredes
el viento sordo en las ventanas
el desorden de la mesa
-papeles, libros, lapiceras-
el vaso con un poco de whisky
el mate ya lavado y frío
todavía la hornalla encendida
el cenicero lleno de puchos
y cenizas y cenizas y cenizas...
Ay, los ojos aun no pueden cerrar sus sueños.
ALERTA
Es indiscutible el malestar entre los ángeles,
hasta lo afirman los medios masivos.
Su presencia ya es inútil
y no apagan ningún incendio.
O quizás se trate de temor,
de la indiferencia ante sus alas;
pero ellos están cansados,
para colmo las redes sociales...
Lo cierto es que el viaje es triste,
cada vez son más lo que desean evitar a la tierra.