lunes, 7 de noviembre de 2016

VERGÜENZA PROPIA

El trabajo me obligaba, una vez por semana, a caminar las veredas de la avenida Cabildo y antes de cruzar una de sus calles, echada en la esquina, la vi: una mujer mayor que se caía y volvía a caer y nadie hacía nada. ¡Gorilas!, pensé. Apenas me acerqué percibí su aliento a vino barato, a soledad y desesperación.
Cuando logré levantarla, ¡ay!, aun lo recuerdo, me dijo con una voz en ruinas:
-Sos el hombre más bueno del mundo.
Desconcertado, se me ocurrió llevarla a un bar para que pudiera calmarse y descansar. En esas pocas cuadras, sus palabras rotas me contaron parte de su historia, terrible, demasiado humana.
Al fin encontramos una mesa libre y nos sentamos, y entonces le dije, después de darle un poco de dinero, que tenía que irme a trabajar, que se tomara un café y se quedará tranquila. Pero ella se negó, casi saltó de la silla con sus pocas fuerzas y, al oído, me invitó a tomar unos vinos, en un hotel, ahí nomás, a un par de cuadras.
Aunque apenas tenía 21 o 22 años, cada vez que lo recuerdo me arrepiento; es que todavía siento su mano temblorosa aferrada a mi brazo y mis tontas excusas para alejarme, dejarla ahí, sola, a los gritos, ya en la vereda y en un mundo despiadado y tan miserable como yo.

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