miércoles, 2 de noviembre de 2016

A CHET BAKER

Siempre quiso enamorar a su trompeta
y por eso la descuidaba, la dejaba por ahí, sola.
Trastornado, al soplar entraba a ese mudo,
cualquiera, y durante un rato era feliz.
Pero para todos -o casi- eso era demasiado,
aunque debajo de las mesas movieran los pies.
Él lo sabía, y sabía que era otra estupidez,
tan grande como la saliva y el cielo,
o la risa desafinada de tantas chicas fáciles.
Todavía, a veces, improvisa algunas frases;
pero ya dejó de cantar, prefiere escuchar al otro
y así la trompeta late perdida en su corazón.

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