miércoles, 4 de noviembre de 2020

 EL PABELLÓN


Cuando la enfermera y el médico completaron los trámites se abrió la puerta del Instituto, y no pude evitar el encuentro brutal de la mirada vacía y lejana de los internos. Durante algunos segundos dejaron sus tareas para examinarme, un silencio pesado, también amenazante. Pero solo duró apenas un instante, rápidos, con la enfermera cruzamos un patio rectangular enorme, muy cuidado, con plantas, árboles - uno muy frondoso en el centro-, sin intercambiar miradas ni palabras con nadie. Había que llegar hasta el fondo, donde terminaba el sol y comenzaba la sombra. La enfermera sacó un manojo de llaves y abrió un puerta de hierro y vidrio, con rejas muy gruesas. Al entrar en el pabellón no se me ocurrió pensar en el infierno del Dante, solo vi la mano muda de la enfermera que me indicaba al fondo una pieza, la última. Al ingresar me hallé ante tres camas, dos mesas de luz, un armario maltratado, y me dijo que dejara mi bolso allí. ¿No había una ventana? No presté atención al gruñido obvio de su respuesta, desde el patio llegó un extraño aullido y entonces la enfermera encendió la luz: "apúrese, tiene que salir al patio".  

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