miércoles, 8 de agosto de 2018

EL ESTAR VERDADERO

                                       Al maestro y compañero Rodolfo Kusch

De pasada, unos días;  el Cholo era la segunda o tercera vez que se venía Buenos Aires, más precisamente a la Capital que todos llamaban Federal. Era casi imposible alejarlo tanto de su Chaco natal. Pero hacía demasiados que no veía a su hermana, que ahora era viuda, y en una de esas encontraba alguien que arreglara el reloj que la había dejado su padre y un día se olvidó de las horas.
Anduvo y anduvo...con el reloj no tuvo suerte. Los otros cuatro días los pasó junto a su hermana menor que, cosa rara, si bien tenía todos los dientes, parecía más vieja que él. Rara vez veían la televisión, ambos todavía prefieren ese aparato mágico que era la radio. Igual hablaban poco, como cuando vivían en el rancho, por momentos el tiempo no existía entre aquel pasado y el presente.
Muchas, muchas veces, el Cholo lo había pensado y no lo terminaba nunca de entender: ¿por qué se había ido, y tan jovencita, la Clotilde ? Después de la cena, un vaso de vino de más le dio el coraje inútil para preguntar. Ella se levantó de la mesa y después de un silencio, mientras lavaba los cacharros, le contestó que, simplemente, quería progresar.
A Cholo la respuesta le resultó extraña, a su alrededor veía una casa prolija pero muy chiquita, casi faltaba aire y ni hablar del sol. Solo una ventana, un patio que no era un patio. Incluso el nombre le molestaba: Flores Entonces él la recordó de niña con los pies sucios entre las gallinas y los patos: Rosendo y Lunita; también comiendo yuyitos, trepando árboles... y antes de decir algo se fue a dormir. El ómnibus salía a la tarde del otro día.
Desde que se despertaron hablaron sin hablar: la humedad, las valijas, los pasajes, algún abrigo para la noche. Después de comer y una siesta, ella lo acompañó a la terminal de Liniers, sabía que podía perderse en esa ciudad que a él siempre le resultaba inmensa y monstruosa. Solos, esperaban la llegada de las seis y media, el final. Antes de despedirse se abrazaron fuerte y eso no era lo habitual, no recordaba un momento igual con nadie en sus setenta y cuatro años. Hasta se sintió como un pibe. Pero también percibió un temblor en su hermana, y entonces ella se le acercó  al oído y le dijo: yo también, siempre, estuve de pasada.

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