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A ese pedazo de queso con gusanos
ya no le importa
la punta podrida del hombre.
Tampoco a ese tapiz sordo
donde dibujaba con un palito
las muecas de su alma.
Ni a la gracia del gran caballar
sin otro destino
que la gloria de sus cenizas.
Cada poema se come a las memorias
y después las vomita:
ese miedo de los caracoles vacíos.
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